La Constitución que nos rige y la necesidad de una nueva Constitución
Discurso pronunciado por el ministro del Interior, Jorge Burgos, en la inauguración del Seminario Internacional “¿Asamblea Constituyente, Reforma Constitucional o Proceso Constituyente?” realizado en la Universidad del Desarrollo.
Desde hace 25 años, la política democrática se ha desenvuelto, con sus defectos y sus inevitables tensiones, dentro de los cauces de la Constitución vigente (preferiré llamarla así y no Constitución del 80, en razón de las sustanciales reformas que ha sufrido): La Constitución vigente ha sido una Constitución eficaz. En la historia de Chile sólo de dos de sus antecesoras pueden predicarse 25 años de plena vigencia. Durante este período, la Constitución Política puede exhibir haber impuesto un orden, que aunque imperfecto, nos ha permitido resolver los problemas dentro de una institucionalidad, en paz, conforme a unas reglas, con vigencia del Estado de Derecho.
La Constitución que nos rige ha permitido también, ya durante 25 años, de funcionamiento en democracia, la vigencia de una democracia que, aunque con imperfecciones, como decíamos, ha hecho que sean los ciudadanos, las elecciones periódicas e informadas, quienes decidan las autoridades que los gobiernan, incluyendo la alternancia en el poder. Sin duda hay críticas, la Carta Fundamental casi desconoce mecanismos de democracia directa. No obstante, no son muchos los períodos de la historia de Chile en que excedan con creces esta continuidad deseable. Y otras críticas por cierto.
No sólo eso, salvo un episodio breve y en territorios azotados por desgracias de la naturaleza, durante 25 años la política se ha desenvuelto sin recurrir a estados de excepción. Esa es una característica, esta última, en la que supera a sus predecesoras. Bajo su vigencia en este cuarto de siglo, del 90 a la fecha, han regido entonces, las libertades más consecuenciales a una democracia liberal.
No se trata sólo del goce de las libertades individuales, lo que ya es bastante. En muchas partes del mundo, muchos mueren incluso por eso. También durante su vigencia se han expandido notablemente el disfrute de los derechos económico sociales, producto del crecimiento económico, la reducción de la pobreza, y la implementación de políticas públicas que han garantizado, a todo evento, algunos mínimos en salud y protección social (ej: AUGE, en Gobierno del Presidente Lagos, El Pilar solidario, en el primer Gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet).
Ciertamente estos logros tienen sus oscuridades, pero ninguna de ellas logra opacar la veracidad esencial de lo afirmado: La Constitución que nos rige, hasta aquí ha logrado las dos metas a las que, desde una perspectiva democrática, liberal y republicana, aspira cualquiera en su género: regir eficazmente las diferencias políticas, garantizando el orden, el goce de las libertades y un creciente disfrute de los derechos. Ciertamente no es sólo su mérito, pero esos logros se han dado bajo su vigencia.
La paradoja, sin embargo, es que la Constitución que nos rige, es un problema para Chile, y lo es porque carece del aprecio que las Constituciones necesitan para continuar asegurando que resolveremos los conflictos conforme a ellas. Cualquiera sea la razón que asista a quienes la denominan la Constitución de Pinochet, la Constitución tramposa u otros epítetos, se ha instalado una insatisfacción respecto de la Carta Fundamental. Y las Constituciones que no cuentan con el prestigio ciudadano suficiente no son buenas Constituciones, cualquiera sean los logros que han permitido, pues ella está llamada a ser la palabra con que se zanjen nuestras diferencias; ella es la razón última que podemos exhibir para superar una crisis. No podemos entonces darnos el lujo de vivir bajo la vigencia de una Carta que no goza del aprecio popular que necesita, cualquier carta que busque esa legitimidad. La prudencia demanda que entremos en un proceso constituyente, así como la prudencia debe guiar ese proceso.
La Constitución es aquello que nos constituye como cuerpo político, debe ser la casa y la obra de todos y a todos y todass debe interpretarnos.
Otro acápite que quiero señalar lo singularizo como sacar el acento de los derechos y ponerlos en la institucionalidad política
Los últimos años y particularmente los últimos meses nos han mostrado defectos en el funcionamiento de nuestro sistema político. Las instituciones funcionan pero varias, especialmente las que, de manera preferente deben representar la voluntad popular, no gozan del prestigio suficiente para ejercer el poder con la propiedad y el aplomo que se necesita y merece cuando se le ejercita en nombre del pueblo soberano.
La mayor parte de esas deficiencias están en las leyes políticas, a las que hemos prestado menos atención de la que requería el proceso de consolidación de la democracia. Las leyes electorales, la de partidos políticos, la del financiamiento político, la del Congreso Nacional, las de transparencia del sector público y otras requieren ajustes y cambios, a veces no menores, incluso yo diría estructurales, que este Gobierno se ha comprometido a emprender.
Pero las reglas políticas principales están en la Carta Fundamental. Allí están las bases de la constitución de cada poder del Estado y de sus relaciones. Allí están las bases de la desconcentración y de la descentralización del poder y ello requiere de ajustes.
Ya conoceremos con precisión, a partir de septiembre, las iniciativas que su SE, la Presidenta de la República, adopte y lo que luego diga la participación del pueblo. Si a mí me preguntan y esto lo digo a título personal, aunque consciente de mis funciones de gobierno, ésta, la arquitectura del poder es el engranaje que más debemos revisar.
Ciertamente el goce de los derechos económicos, sociales y culturales es un debate en curso en Chile, pero su garantía depende mucho más de leyes y reglamentos que de grandes declaraciones constitucionales. La arquitectura del poder, en cambio, no puede encontrar su fundamento en otra parte y son las relaciones de poder las que vienen presentando problemas en nuestra patria.
Ellas debieran ser foco prioritario del debate constitucional que se nos aproxima.
“Des constitucionalizar” el debate político ordinario
Chile es un país de gente sensata. Sus hombres y mujeres muestran sentido común cuando son convocados a hacerse responsables de su destino. ¿Por qué temer entonces a un proceso constituyente?
Tengo la certeza que el pueblo de Chile, convocado a deliberar, no despreciará los beneficios de un sistema que protege la propiedad privada, así como estoy cierto defenderá nuestro régimen de libertades, exigirá igualdad política y señalará que las políticas públicas deben propender a igualdades básicas y garantizadas para asegurar oportunidades al margen de la cuna que a cada uno tocó en suerte.
La Constitución está para asegurar esas garantías, y ellas son las que deben estar disponibles a las mayorías políticas circunstanciales. Más allá de esos mínimos ha de regir la política. Una Constitución no está llamada a constituir programas de Gobierno. No está para defender a los neo liberales de los social demócratas, ni a los social demócratas de las políticas neo liberales. Entre esas ideas, entre esos programas políticos resolverá el pueblo en elecciones periódicas y a veces interviniendo con mecanismos de democracia directa.
Situemos, ubiquemos, a la Carta Fundamental en los mínimos que se merece y dejemos que la democracia solucione las diferencias de la legítima discrepancia política ordinaria.
Algunas consideraciones sobre el tema que nos convoca
He dicho que el Gobierno no está disponible a tomar atajos y lo reitero.
En 1986 los opositores a la dictadura entramos en un intenso debate acerca si íbamos a intentar derrotar a la dictadura por sus propias reglas o a jugarnos por derribarla. La situación era difícil y compleja. Se trataba de enfrentar un enemigo poderoso que no había jugado con reglas mínimas, y las que tenía merecían el nombre de tramposas, esas eran las que regulaban ese desigual enfrentamiento.
Nos decidimos por derrotar a la dictadura con un lápiz y hemos sido exitosos. No digo que haya sido fácil. He dicho que hemos sido exitosos. Con la fuerza tranquila de una opinión pública poderosa pusimos término a la dictadura; a las reglas que excluían a algunos del proceso democrático; a los enclaves autoritarios, a los senadores designados, a la tutela militar sobre el gobierno civil; sobre la base del reformismo logramos finalmente poner, durante el actual Gobierno de la Presidenta Bachelet, fin a un sistema electoral poco competitivo que aseguraba a la minoría que igual empataba.
El reformismo y sus acuerdos, nos ha permitido llevar a cabo lo que probablemente serán recordados como los gobiernos más realizadores de la historia de Chile. Transitamos y consolidamos una democracia que, aunque perfectible, ha permitido resolver nuestras diferencias. Reformando las reglas ampliamos las libertades, redujimos como pocos en el mundo los niveles de pobreza; garantizamos derechos económicos sociales. Porque fuimos exitosos es que hoy tenemos nuevos desafíos.
No es la hora de despreciar el reformismo y tomar atajos que se sabe dónde empiezan, pero no dónde terminan.
He dicho que cualquier cambio constitucional pasa por hacerlo dentro de las reglas; a eso nos comprometimos en el programa de gobierno, a hacerlo institucionalmente y he dicho que eso pasa por el Congreso Nacional.
El Congreso podrá elaborar por sí mismo una nueva constitución o delegar ese proceso en una asamblea constituyente o en una convención constituyente como últimamente se ha propuesto. No veo en eso grandes diferencias. Pero quien lo haga debe tener un mandato legítimo y un mandato claro; debe estar definido cómo se eligen sus integrantes, con qué mayoría adoptará acuerdos; cuáles de sus diferencias serán plebiscitadas y cuál será el proceso para plebiscitarlas, la manera y el tiempo en que se deliberará un texto antes que la ciudadanía lo apruebe o rechace, los derechos de acceso a los medios de comunicación y las campañas que podrán realizar los partidarios del voto favorable y los del rechazo; así como los espacios de propaganda de quienes promuevan un voto de minoría en algún aspecto específico.
¿Quién sino el Congreso Nacional y la Presidenta de la República podrían fijar esas reglas del proceso constituyente en su etapa vinculante? Si alguien piensa que eso puede resolverse en un decreto, ese piensa en un atajo.
Si hoy tenemos una Constitución cuestionada, la que pudiera surgir de una Asamblea sin reglas, si no se quiebra antes de producir un texto, sufrirá más ataques de legitimidad de la que hoy tenemos.
Para un proceso vinculante sin reglas legítimas, institucionales y democráticas no estamos disponibles.
Un atajo no puede ser institucional ni tampoco democrático. La democracia no consiste en una asamblea auto convocada o regida por reglas cualquiera. La democracia exige procesos de deliberación enmarcados por reglas que garanticen amplia participación y plena igualdad de los que debaten, por sí o representados.
Esas reglas son complejas, qué duda cabe, y deben ellas mismas surgir de un proceso democrático legitimado. Es el único que tenemos a mano está en las instituciones constituidas.
¿Vale la pena empujar ese proceso?
Por cierto que sí, diría que es más bien un deber de recuperación de las confianzas desvanecidas, cuando no perdidas.
Debemos cambiar la forma en que se constituye la política, la más importante precondición de la democracia. Y para esto, qué duda cabe, que es indispensable acompañar esta tarea con un proceso de participación incidente de la ciudadanía como lo ha dicho la Presidenta de la República.
Limpiar la política de la influencia del dinero es también el requisito necesario para reforzar nuestra democracia. Como se sabe, el Gobierno quisiera abrir algunos canales de participación directa de los ciudadanos en las decisiones colectivas, incorporando algunas formas probadas de democracia semi directa. Con todo, nuestra democracia, como cualquiera que merezca ese nombre, seguirá siendo esencialmente representativa. Por ello, su fuerza descansa en la credibilidad y en el prestigio de quienes ostentan la representación ciudadana y por extensión, en los órganos que la conforman. El poder en la democracia cuenta con la fuerza, pero no descansa en ella. Descansa en la autoridad y ésta depende de que la ciudadanía se sienta representada por aquellos que elige.
Hemos sido testigos cómo daña el prestigio de nuestros representantes y de las instituciones republicanas enterarse que el poder del dinero ha influido oscura, subrepticia e indebidamente en sus conductas. Este daño ha sido ostensible, pero el desencanto viene de antes y ha tenido preocupantes manifestaciones, incluyendo la disminución constante de la participación ciudadana en los procesos electorales. Nuestra profunda convicción democrática nos impele a revertir este proceso de deterioro en los niveles de credibilidad y prestigio en las instituciones básicas de la democracia. No hay prioridad mayor o tarea más noble y desafiante.
Es por ello que nuestra vocación, voluntad y compromiso solemne y prioritario es el de despejar de distorsiones la voluntad ciudadana en sus representantes. Los mandatarios podemos defraudar alguna vez por no saber representar bien a nuestros representados. Eso con razón frustra, pero no indigna a la gente, lo que la indigna y con razón es que no haya representación porque interfieran otros intereses. Asegurar la igualdad política es condición de la mayor igualdad socio económica y urgente necesidad para volver a prestigiar la democracia y la política.
Para que ello ocurra, es indispensable que el financiamiento de la política no distorsione la voluntad de los representados. De lo contrario, la gente sospecha que sus representantes deben favores o están derechamente coptados. El financiamiento de la política regular, de los partidos y de las campañas debe provenir fuertemente del erario público y la privada que la complemente debe provenir de personas de a pie y ser transparente. A eso responde nuestro proyecto de ley sobre transparencia y financiamiento de la política. Sabemos que el financiamiento público de partidos y campañas no es popular, pero es más impopular y ciertamente más riesgoso y dañino son los políticos pasando el sombrero en las empresas. El financiamiento público nos permitirá poner exigencias a los partidos políticos, claridad en el ingreso de sus militantes, derechos de participación claros y una gestión y rendición de cuentas mayor y transparente. Esas son las ideas fuerza que inspiran nuestra propuesta de reforma de la ley de partidos y de financiamiento de los partidos.
Para hacer realidad prácticas responsables y transparentes, necesitamos un órgano de regulación y de control de campañas y partidos más potente y autónomo. A eso responde la reforma constitucional y legal que hemos presentado respecto del SERVEL y también la del Tribunal Calificador de Elecciones.
Algunas palabras finales. La democracia es, en esencia, un sistema donde todos nos reconocemos iguales y por lo mismo, sometemos nuestras diferencias primero a la deliberación y luego a la decisión mayoritaria. La exigencia de deliberación previa surge de reconocernos todos como personas de igual dignidad, capaces de enriquecernos los unos con las perspectivas, las ideas, de los otros. La regla de mayoría es, por su parte, el modo único de resolver las diferencias si nos creemos realmente iguales.
La igualdad política de todos no existe si quienes disponen de dinero disponen también de un peso político para influir de modo privilegiado y poco transparente en las autoridades que representan al pueblo. ¿Hay entonces alguna reforma más estructural que aplanar la cancha en la que se toman las decisiones públicas? ¿Hay alguna reforma de la Constitución -sí, lo digo consciente y deliberadamente, de la Constitución Política de nuestro Estado- más relevante y urgente que asegurar la igualdad ciudadana? ¿Hay alguna igualdad que se le compare en importancia a esta en el origen de las restantes? Será la política, no el mercado ni los tribunales donde el ciudadano de a pie podrá acortar las brechas restantes.
Un debate público acerca de la Constitución demasiado enfocado en los derechos nos ha hecho olvidar dónde está su corazón y dónde el remedio para que los anhelos ciudadanos vuelvan a canalizarse en las instituciones y a tonificar la democracia. La promesa de igualdad de todos en la política es la primera y más prioritaria de las reformas estructurales del gobierno y es la esencia de una constitución política plenamente democrática.
Muchas gracias.